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En las siguientes líneas se plantean algunos
elementos de reflexión sobre el problema de la violencia en el siglo XX.
Esta ponencia será un acercamiento muy general a este tema y a la
relación que las violencias denominadas totalitarias del siglo XX tienen
con el proceso de civilización y con la modernidad.
Decir que el siglo XX es un siglo profundamente
marcado por la violencia es una banalidad que ingresó en nuestra
conciencia histórica hace más o menos una década, cuando en nuestras
representaciones del pasado y de la historia del siglo XX se cruzó, en
cierta manera, un lugar central como Auschwitz con la caída de la Unión
Soviética, con la caída del comunismo soviético como régimen político y
como fenómeno histórico concreto. De repente, el comunismo empezó a
interpretarse como un acontecimiento histórico «acabado», y su historia,
muy compleja y de caras diferentes y contradictorias, fue reducida
exclusivamente a una historia de violencia.
Por supuesto, la dimensión criminal masiva del
comunismo como régimen en el siglo XX es una cuestión a tener en cuenta,
pero no la única. Se produjo, por tanto, un cruce entre la memoria de
Auschwitz, que ya estaba presente en la memoria colectiva del mundo
occidental, y la memoria del comunismo que, repentinamente, apareció
como un fenómeno histórico que había finalizado y había estado marcado
por la violencia. Es así como se planteó la violencia como rasgo
fundamental en la historia del siglo XX.
En otras épocas, si hubiéramos realizado sondeos de
opinión a intelectuales y preguntado cuál es el rasgo fundamental del
siglo XX, habríamos recibido respuestas como «la revolución», «el
socialismo» o «el progreso científico y técnico»; pero ahora la
respuesta mas común suele ser «la violencia». Para aproximarse a esta
cuestión, se podría partir de las reflexiones que el historiador Eric
Hobsbawm apunta en su libro Historia del siglo XX. 1914-1991 (2000).
Eric Hobsbawm habla de la barbarie como un elemento central en la
historia del «siglo breve». Para argumentar su caracterización, recuerda
una investigación estadística realizada por el consejero del
Departamento de Estado norteamericano, Zbigniew Brzezinski, en la cual
afirmaba que, entre 1914 y 1990, las víctimas de guerras, genocidios y
violencias políticas fueron, en todo el mundo, ciento ochenta y siete
millones de personas. Esta cifra abarca el período transcurrido entre
1914 y 1990, es decir, entre la Primera Guerra Mundial y la caída de la
Unión Soviética , lo que quiere decir que hay otros genocidios y otras
guerras que no son tenidas en cuenta en este cálculo. El historiador
reflexiona sobre este dato y concluye: «eso significa dos veces la
población europea en la mitad del siglo XVIII». Para visualizar lo que
significa una cifra de ese tipo, podríamos pensar en un gigantesco
cementerio que ocupara la extensión de España, Francia y Alemania
juntos, lo que puede darnos una idea de lo que significa la violencia
del siglo XX. A su reflexión añade que si el mundo de hoy no llegó a
estar totalmente sumergido en la violencia, si no hubo una caída total y
definitiva en la barbarie, fue debido esencialmente a la vigencia de
algunos valores fundamentales heredados de la Ilustración.
Por un lado, la conclusión de Eric Hobsbawm nos
parece evidente: parece claro que la barbarie del siglo XX fue combatida
en nombre de los valores de la Ilustración ; valores como los derechos
humanos, la tolerancia, la libertad, la democracia, el respeto a la
alteridad, el cosmopolitismo, la fraternidad, la idea humanista de la
razón... Digamos que todo eso seguramente nos ayudó a combatir la
barbarie y la violencia.
Por otro lado, sin embargo, puede que esa
conclusión sea unilateral e insuficiente, en la medida en que interpreta
la barbarie del siglo XX solamente como regresión histórica, sin tener
en cuenta sus rasgos modernos. Digamos entonces que Eric Hobsbawm se
muestra miope frente a lo que los filósofos de la Escuela de Frankfurt,
en particular Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, presentaron como «la
dialéctica de la Ilustración », entendida como una «dialéctica
negativa». Es decir que las violencias de la Segunda Guerra Mundial -el
nazismo y, en medio de esta guerra, Auschwitz-, no pueden ser
interpretadas y analizadas solamente como una recaída en una barbarie
ancestral, sino también como la expresión de una barbarie moderna, de
una violencia que no se puede concebir fuera de las estructuras y de los
elementos constitutivos de la civilización industrial, técnica,
occidental y moderna.
Después de la Segunda Guerra Mundial se establece
una especie de dicotomía en la interpretación de lo que acababa de
ocurrir. Por un lado, están las teorías de György Lukács, algo olvidadas
hoy, y que expone en su libro El asalto a la razón (1975), donde
analiza el fascismo precisamente como una forma de irracionalismo, como
un rechazo de la razón y como una regresión de la civilización moderna.
Por otro lado, tenemos el análisis que hace Theodor W. Adorno, que en un
ensayo titulado «Erziehung nach Auschwitz» ('Educar después de
Auschwitz') escribe: «La barbarie pertenece al principio mismo de la
civilización». Son, por tanto, dos puntos de vista contradictorios sobre
los que hay que reflexionar y ver en qué medida incluyen elementos
necesarios para analizar la violencia moderna.
En primer lugar, no es suficiente condenar la
violencia como se ha hecho hasta ahora; hay también que intentar
comprenderla, analizarla e interpretarla. Los historiadores que hacen
este trabajo, tienen que describir, clasificar, distinguir y comparar
las violencias del siglo XX con el riesgo de transformarse, a veces, en
«contadores del horror» y de no ser muy bien comprendidos.
Pero, ¿cómo definir esa violencia? Durante el siglo
XX se han sucedido dos guerras mundiales y una múltiples guerras
regionales -algunas particularmente atroces y terribles como la de
Vietnam-, así como una cadena de genocidios: desde el de los armenios
durante la Primera Guerra Mundial bajo el Imperio otomano en declive,
hasta el genocidio de Ruanda, pasando por el de los judíos y el de los
gitanos durante la Segunda Guerra Mundial. Genocidios que introdujeron
la palabra misma, el concepto mismo de genocidio en nuestro vocabulario
político y en la cultura moderna. También han aparecido formas
históricamente nuevas de violencia, como los campos de concentración
-por supuesto en los regímenes fascistas, pero también el gulag en la
Rusia bajo Stalin y en otros países estalinistas, como la China maoísta o
Camboya- o nuevas formas de exterminio industrial, como los campos de
exterminio nazis, y también nuevos medios de exterminio tecnológico,
como la bomba atómica que se lanzó sobre Hiroshima y Nagasaki.
Por tanto, cabe dedicar algunas palabras a estas
guerras totales del siglo XX, entendidas como «laboratorios
antropológicos», como experiencias fundadoras del siglo y experiencias
históricas que moldearon y cambiaron el paisaje mental del mundo y, en
particular, de Europa.
La Primera Guerra Mundial significó, desde el
principio, una «guerra total» que supuso un cambio radical: el entierro
del siglo XIX. Éste había sido el siglo de la paz en Europa, del
desarrollo industrial, del capitalismo liberal y del triunfo de la idea
de progreso. Todo ello se acabó en 1914, a partir de entonces se entraba
en una nueva era de conflictos -de revoluciones también-, pero una
nueva época marcada por la violencia. La guerra apareció como una guerra
total, no solamente porque se trataba de una guerra internacional, sino
porque penetró en todos los aspectos de las sociedades civiles y en
todas las facetas de la vida cotidiana de los seres humanos.
Todos los sectores de la sociedad (economía,
política, cultura.) sufrieron un profundo cambio y fueron moldeados por
la experiencia de la guerra. Se transformaron las relaciones entre
clases sociales, generaciones, sexos, y la guerra total apareció de
inmediato como una guerra de una violencia absolutamente inimaginable
incluso para los que habían decidido su inicio; cambió hasta la manera
misma de hacer la guerra, y ésta se reveló como algo mucho más mortífero
y violento que todas las guerras de las épocas precedentes.
Durante el siglo XIX se había desarrollado en
Europa, el denominado derecho público europeo, un dispositivo jurídico
cuyo objetivo era la contención y la eliminación de las guerras entre
los estados en el Viejo Mundo. Además del desarrollo del ius contra
guerra, en el sentido kantiano, de la idea de la paz perpetua, este
derecho tenía también como fin la definición de las reglas con las
cuales se hace la guerra, en el caso de que ésta se produjera: el ius ad
bellum y el ius in bello. Por ejemplo, en Europa, en vísperas de 1914
estaban reconocidas y eran compartidas una serie de reglas que
estipulaban que durante la guerra no se podía torturar al enemigo, que
había que conservar la vida de los presos de guerra y que debían
respetarse las poblaciones civiles. Estos principios eran compartidos
por todas las naciones europeas desde el Congreso de Viena de 1814 y
1815, y este compromiso parecía ser una conquista irreversible, algo
definitivo y claro.
Pero es suficiente pensar en el número de víctimas
civiles de las dos guerras mundiales que conoció Europa y el mundo -en
particular en la Segunda Guerra Mundial, con más de veinte millones de
víctimas civiles solamente en Europa- para hacerse una idea del cambio
radical que se produjo con la guerra total. Desde mi punto de vista,
esta tendencia no fue un paréntesis, sino que se ha desarrollado después
de la Segunda Guerra Mundial y se ha convertido también en dominante
hoy en día.
Si pensamos en todas las guerras de la última
década, desde la primera guerra del Golfo, pasando por la guerra de los
Balcanes y la de Afganistán, es un principio evidente y asimilado por
estados y estrategas, que las guerras están concebidas -por sus formas
tácticas, estratégicas, y por sus medios técnicos- para preservar la
vida de los combatientes y para matar solamente civiles. Esta nueva
tendencia apareció en la Primera Guerra Mundial, y sólo hay que pensar
también en lo que fueron los bombardeos de Coventry, de Hamburgo, de
Dresde o de Tokio durante la Segunda Guerra Mundial, para comprender el
cambio que se consolidó en este sentido.
Las guerras totales también desvelaron una
hipocresía acerca de la noción de derecho público europeo propio del
contexto de civilización y de progreso que se había alcanzado en Europa
en el siglo XIX, en la medida en que estas guerras reproducían en el
mundo occidental, algunos rasgos de las guerras coloniales del siglo
XIX; unas guerras que siempre fueron concebidas como guerras de
conquista y de exterminio, durante las cuales nunca se podía establecer
una distinción entre combatientes y civiles. La gran novedad del siglo
XX es, pues, que las características de las guerras coloniales se
reprodujeron en el corazón mismo de Europa occidental, pero con unos
medios técnicos de destrucción mucho más poderosos que los utilizados en
el siglo anterior en Asia o en África.
La guerra total fue un gigantesco laboratorio
antropológico en el cual se diseñaron las condiciones fundamentales de
los genocidios modernos y del exterminio industrial del siglo XX.
Durante la Primera Guerra Mundial, los soldados, por ejemplo, dejaron de
aparecer como los héroes de las guerras tradicionales y se
proletarizaron; a la hora de combatir, estaban simplemente incorporados a
una máquina en la cual tenían que ejecutar tareas parciales, al igual
que un obrero puede trabajar en una oficina o en una fábrica.
Todos los testigos de la Primera Guerra Mundial han
descrito esa dimensión mecánica de la guerra. La batalla se transformó
en una masacre planificada. Un ejemplo emblemático en este sentido es la
batalla del Somme en Francia (1916), donde el enemigo se deshumanizó
porque era invisible detrás de las líneas del frente y la muerte no era
infligida por un enemigo de carne y hueso, viviente, sino que era
causada por máquinas, por los bombardeos de los aviones y la artillería,
por las ametralladoras, por las armas químicas de gas, etc. La muerte
perdió su carácter épico: ya no era «la mort au champ d'honneur» ('la
muerte en el campo del honor'), según la fórmula clásica, sino que se
había transformado en una muerte anónima, de masa, en el marco de un
proceso de exterminio industrial. Fue el triunfo de una muerte
«reificada». Los héroes de la Primera Guerra Mundial ya no eran los
combatientes cargados de medallas que destacaban por su coraje y su
valor en el combate, sino que estaban representados por «el soldado
desconocido», «il milite ignoto», «le soldat inconnu», según los idiomas
de los países tocados por la guerra; era el soldado desconocido,
elegido como representante de miles y miles de víctimas anónimas caídas
en el combate. Desde este punto de vista, todo el conjunto de rasgos que
caracterizan la Primera Guerra Mundial permiten considerarla como una
etapa fundamental en el camino que lleva a Auschwitz. Y, de hecho, una
de las consecuencias fundamentales que tiñó esta guerra fue que las
sociedades europeas se acostumbraron a la muerte en masa y al
exterminio. George Mosse, un historiador norteamericano de origen
judeo-alemán, reflexionó sobre este aspecto de una manera bastante
interesante. George Mosse hace una comparación entre el pogrom de
Kishinev (Moldavia), en el imperio ruso de los zares, y el genocidio de
los armenios durante la Primera Guerra Mundial. En 1903, en la ciudad de
Kishinev se produjo un pogrom -un episodio de violencia antisemita-, en
el cual fueron asesinados trescientos judíos. Esta matanza, que
apareció como símbolo de la barbarie del absolutismo zarista,
desencadenó una ola de indignación en la opinión pública internacional,
que la consideró una barbarie propia de un régimen oscurantista y
retrógrado, algo que no se podía concebir en los países civilizados de
la Europa occidental. Algunos años después, durante la Primera Guerra
Mundial, el genocidio de los armenios -entre un millón y un millón y
medio de seres humanos- ocurrió en silencio: casi nadie se dio cuenta
que se había producido un genocidio.
George Mosse explica este fenómeno diciendo que
Europa en ese momento ya se había acostumbrado a la masacre y al
exterminio. (De hecho, se podrían analizar las diferentes maneras en las
cuales la cultura europea ha asimilado esta experiencia de la guerra.
Si nos fijamos en la pintura alemana del período de entreguerras, en los
dibujos y las pinturas de George Grosz, por ejemplo, éstos son, para
tomar la definición de Günter Anders, el retrato de un mundo en el cual
la muerte no tiene nada de natural: la muerte es algo violento. El
objeto de esa pintura es la destrucción del mundo real.)
La comparación y conclusión a la que llegaba George
Mosse podría generalizarse. Así, el genocidio de los judíos en la
Segunda Guerra Mundial tampoco provocó una reacción muy fuerte; no se
sucedió la reacción de los denominados «intelectuales», por ejemplo; no
se produjo algo comparable con el compromiso de los intelectuales que se
manifestó en otros momentos, como durante la Guerra civil española o
durante la guerra de Vietnam.
La Primera Guerra Mundial significó la
brutalización de la vida política en Europa y la penetración de la
guerra en la sociedad. Fue una etapa de transición de la guerra a la
guerra civil, y de las guerras a las guerras civiles en diferentes
países europeos, porque el lenguaje bélico, los medios de enfrentamiento
de la guerra se introdujeron en las sociedades europeas en general, y,
en particular, en los países perdedores.
Aparecieron partidos políticos con su propia
milicia, y el lenguaje se brutalizó de una manera impresionante. En
Alemania, por ejemplo, aparecieron palabras como Vernichtung
('exterminio') o como Untermensch ('ser inferior'). Estos conceptos se
utilizaban tanto en el lenguaje político como en la lengua corriente.
La Primera Guerra Mundial fue también un
laboratorio del fascismo -a pesar de todo el debate historiográfico que
existe sobre la cuestión hoy en día-, en la medida en que aparecieron
movimientos nacionalistas con características nuevas y revolucionarias.
Los líderes de estos movimientos que movilizaron a las masas - Mussolini
en Italia o Hitler en Alemania-, eran de orígenes «plebeyos»; ya no
eran aristócratas como lo habían sido los conservadores y los
reaccionarios del siglo XIX (De Mestre en Francia, Juan Donoso Cortés en
España o Friedrich Nietzsche). Estos nuevos líderes políticos surgían
de un movimiento de masas, y por tanto, necesitaban un contacto con
ellas. No aspiraban a una regresión al pasado ni restablecer el Antiguo
Régimen, sino que su objetivo era el establecimiento de un orden nuevo,
si bien autoritario y nacionalista, que había pasado por la experiencia
de la guerra y que idealizaba la técnica.
Después de la Primera Guerra Mundial se había
producido un fenómeno muy original: una simbiosis entre, por una lado,
un conjunto de valores heredados de la «contraIlustración» -el
planteamiento ideológico del conservadurismo tradicional, el rechazo de
los valores de la Ilustración y de la filosofía de los derechos del
hombre-, y, por el otro, un culto a la técnica y una idealización de la
modernidad en el sentido técnico de la palabra, que es el rasgo de los
fascismos modernos. En esta época aparecieron los estetas del fascismo,
como Filippo Marinetti y el futurismo italiano, para quien la guerra era
«la única higiene del mundo»; o como Ernst Jünger en Alemania, que
teorizó sobre der Arbeiter ('el trabajador'), considerándolo la síntesis
entre el volk, - una comunidad guerrera, una comunidad nacional en el
sentido racista de la palabra-, la dictadura y la técnica. También
surgieron los filósofos del fascismo, como Carl Schmitt, que definió «lo
político» como lugar del conflicto entre el amigo y el enemigo, un
conflicto existencial que se acaba con la destrucción del enemigo; es
decir, partía de una visión antidemocrática del conflicto y del
pluralismo.
La Primera Guerra Mundial fue también un
laboratorio de los totalitarismos modernos. Este término, totalitarismo,
que conoció su éxito en la primera época de la guerra fría, en los años
cincuenta en particular, y su declive a partir del final de los años
sesenta y los años setenta, ha sufrido una renovación muy importante
después de la caída de la Unión Soviética.
El concepto de totalitarismo ha ingresado en el
debate político intelectual de una manera casi irreversible en los
últimos años. Es un concepto especialmente pertinente en la teoría y
filosofía políticas, que intentan comprender la naturaleza de los
regímenes políticos, clasificarlos y elaborar su tipología. Desde este
punto de vista, el siglo XX produjo algo históricamente nuevo y que no
se puede definir con las categorías clásicas del pensamiento político
elaboradas desde Aristóteles hasta Max Weber. Apareció una relación
nueva entre la ideología y el terror, como elementos constitutivos de un
régimen político; una relación que no se puede identificar con las
categorías viejas de «despotismo» o «tiranía». Era algo diferente, que
requería la aparición de un nuevo concepto para definirlo.
Pero la pertinencia de este nuevo concepto de
totalitarismo quizá sea muy limitada para los historiadores y para los
sociólogos, ya que éstos no solamente definen la naturaleza y la forma
de un régimen, sino que tratan de estudiar los orígenes, la genealogía,
la dinámica, el desarrollo, la evolución, la caída -eventualmente- de
dicho régimen; es decir, intentan interpretar históricamente un fenómeno
político.
Personalmente, pero, creo que los límites de ese
concepto son evidentes si intentamos «historizar» la definición clásica
del totalitarismo. No la que expuso Hannah Arendt, sino la definición de
los politólogos de los años cincuenta, desde Zbigniew Brzezinski y Carl
Friedrich hasta Raymond Aron en Francia, por ejemplo.
Todas las teorías clásicas del totalitarismo
destacan una serie de elementos que lo definen: la supresión del estado
de derecho, el partido único, la presencia de un jefe carismático y de
una ideología de estado, la existencia de un sistema de campos de
concentración, de una tendencia a la planificación económica, etc. Si el
totalitarismo es un sistema definido por este conjunto de rasgos, es
evidente que la Unión Soviética durante el período del estalinismo -y
también en un período más largo- y algunos regímenes fascistas, pueden
ser llamados totalitarios porque todos tienen ese conjunto de
características. Pero si interpretamos y analizamos históricamente esos
regímenes, también aparecen grandes diferencias. Por ejemplo, en lo que
se refiere a la duración: el fascismo en Alemania duró doce años, y el
comunismo, como régimen en la Unión Soviética , setenta años. Éste
último nació de una revolución y conoció también una larga fase
postotalitaria. Y si el totalitarismo es algo que empieza en 1917 y se
acaba en 1991, hay que establecer diferencias entre Lenin, Stalin y
Gorbachov, porque sino el totalitarismo es un término sin contenido.
Es cierto que en los fascismos, en el nazismo y en
la Unión Soviética hay una ideología de estado, pero esta ideología no
es la misma, ya que la vinculación con la tradición de la Ilustración es
radicalmente contradictoria: el comunismo se reivindica a partir de esa
tradición, y el nazismo la rechaza totalmente. (Otro tema sería tratar
el uso que hace el estalinismo de la tradición de la Ilustración.)
En cuanto a las bases sociales de esos regímenes,
podemos decir, por un lado, que el régimen comunista necesita eliminar
-en el sentido social de la palabra- a las viejas élites dirigentes
económicas, militares y administrativas, y expropiar a los
terratenientes, a los industriales, a las capas financieras para
establecerse. El nazismo, por el contrario, incorpora en su sistema de
dominación las viejas élites económicas, militares y administrativas; se
trata de un régimen que integra en el poder a estas élites.
En cuanto a las violencias de esos regímenes, en
ambos casos se trata de una violencia de tipo totalitario: se crea un
sistema de campos de concentración, por ejemplo, pero aún así, es una
violencia que tiene una naturaleza diferente. La violencia del nazismo
es dirigida hacia el exterior, la violencia del estalinismo hacia el
interior. La casi totalidad de las víctimas del estalinismo son
ciudadanos soviéticos, y en su gran mayoría, rusos. La gran mayoría de
las víctimas del nazismo no son alemanes, son presos de guerra,
concretamente, eslavos, rusos y polacos, deportados políticos de todos
los países ocupados por el nazismo y sectores de la población alemana
que, antes de ser perseguidos y exterminados, fueron rechazados dentro
de la nación alemana. Las leyes de Nuremberg, por ejemplo, decían que
los judíos no eran alemanes. Se trata, por tanto, de todo un dispositivo
jurídico ideado para excluir -entendido en el sentido étnico estricto
de la palabra- del cuerpo de la nación una serie de «categorías» que
luego fueron «eliminadas». También los ancestros del estalinismo y del
nazismo son muy diferentes: el estalinismo retoma una tradición
autoritaria que es típica del absolutismo ruso, y la colectivización del
campo bajo Stalin a principios de los años treinta, por ejemplo,
presenta muchas semejanzas con la rusificación del Cáucaso dirigida por
el zarismo en el siglo XIX.
Éste es sólo un ejemplo, pero se podrían añadir
otros. En cambio, la violencia del nazismo, como violencia de una guerra
por la conquista del «espacio vital», como violencia para la
destrucción, para el exterminio de sectores definidos como razas
inferiores, tiene un origen en Europa occidental que es típicamente
imperialista y común de la cultura europea del siglo XIX. El
imperialismo, en el sentido clásico de la palabra, es una guerra por la
conquista del «espacio vital», y el nazismo es una guerra colonial hecha
en el corazón mismo de Europa en el siglo XX; una guerra para
exterminar las razas inferiores como rasgo de la misión civilizadora.
En este mismo sentido, hay una relación con la
racionalidad que no es la misma en los dos regímenes. Se podría decir
que lo que caracteriza al estalinismo es la racionalidad de los fines
perseguidos y la irracionalidad de los medios utilizados.
Cuando hablamos de la finalidad del socialismo, del
comunismo, no hablamos de utopía, sino de un fin mucho más prosaico,
que es el que estableció Stalin: modernizar la Unión Soviética. Y ese
fin no es irracional. Es un objetivo en sí mismo racional, pero los
medios utilizados son una forma de esclavitud: el trabajo forzado, la
militancia del trabajo, la explotación militar o feudal de los
campesinos, siguiendo la fórmula de Nikolai Bujarin. Todo eso
comprometió el fin mismo, y ahí está su contradicción. Está claro que se
habría podido modernizar la Unión Soviética con otros medios diferentes
del gulag.
Por el contrario, lo que caracteriza al nazismo, es
la racionalidad de los medios y la irracionalidad global del fin
perseguido. Si analizamos cómo funcionaba un campo de exterminio,
podemos ver que se trata de una organización «racional». Es una
destrucción que incorpora una racionalidad administrativa y productiva y
que usa medios técnicos de la industria más avanzada de la época, pero
todo ese sistema de «racionalidad instrumental» -retomando el concepto
de la Escuela de Frankfurt- está puesto al servicio de un proyecto
político y de sociedad que es totalmente irracional: la destrucción de
una «categoría» de la población, de un grupo humano. También había
irracionalidad desde el punto de vista económico y militar porque,
durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis destinaron medios y crearon
todo un dispositivo para destruir a seis millones de personas a pesar
de las dificultades que tenía Alemania para combatir en dos frentes.
En resumen, creo que existe una gran diferencia
entre la violencia del nazismo y la violencia del estalinismo. Por una
parte, hay un sistema que «usa» seres humanos para modernizar Siberia,
para construir líneas de ferrocarriles, para electrificar una región,
para construir ciudades, para talar bosques, etc. Por otro lado, hay un
régimen que utiliza los medios de la modernidad para matar: no se trata
de matar para modernizar; se trata de utilizar la modernidad para matar.
Quizá ésta sea la diferencia fundamental que existe en la relación del
nazismo y el estalinismo con la modernidad y con la racionalidad
moderna, y esta diferencia no puede ser comprendida ni analizada
mediante el concepto de totalitarismo. Es decir, éste es un concepto
necesario y pertinente, pero que también tiene límites y del que hay que
hacer un uso cuidadoso.
Sería interesante, para finalizar, hacer algunas
consideraciones sobre el problema de la relación de esas violencias, a
pesar de sus diferencias importantes, con lo que podríamos definir como
el «proceso de civilización», y apuntar algún comentario sobre la
«dialéctica negativa» de la cual hablaba al principio, que transforma el
progreso técnico, científico e industrial en regresión social, ética,
que transform a, en definitiva, la civilización en barbarie y el
progreso industrial en progreso de los medios de exterminio. A mi modo
de ver, ésta es una característica de todas las violencias del siglo XX,
a pesar de sus diferencias de cualidad y de naturaleza: la violencia
del gulag, de Auschwitz, de los campos de exterminio, de la bomba
atómica en Hiroshima, etc. Casi podríamos decir, tal y como Hannah
Arendt define como uno de los rasgos de la modernidad, que todos esos
ejemplos son una ilustración de los «delirios del homo faber». Pero
también todas esas violencias tienen una relación con lo que Norbert
Elias, el sociólogo alemán, definió como el proceso de civilización.
De hecho, Norbert Elias intenta dar una definición
de esa noción de civilización y de ese proceso de civilización
incluyendo elementos como, por ejemplo, el monopolio estatal de la
violencia. Desde Thomas Hobbes hasta Max Weber y Norbert Elias, el
monopolio estatal de la violencia siempre ha sido subrayado como un
rasgo del proceso de civilización. Las violencias totalitarias suponen
el monopolio estatal de los medios de violencia, de los medios de
destrucción, de manera que no se puede concebir un campo de exterminio
no planificado, construido y dirigido por un estado.
Esta racionalidad productiva y administrativa, es
lo que Norbert Elias, inspirándose en Max Weber, define como la
«sociogénesis del estado», y éste es también un rasgo de las violencias
totalitarias.
Otros autores como el sociólogo de origen polaco,
Zygmunt Bauman, han escrito cosas interesantes desde este punto de
vista. Zygmunt Bauman, aunque de manera un poco exagerada, analiza
Auschwitz como un modelo de management, como un microcosmos en el cual
se reproducen todas las características de la gestión, de la
organización del trabajo, de la racionalización productiva y
administrativa, de la división entre ideación y ejecución, de jerarquía,
de ejecución de tareas parciales que participan de todo un conjunto que
desemboca en la destrucción. En definitiva, todo un conjunto de
características que definen el paradigma weberiano de la burocracia y de
la modernidad administrativa y el paradigma fordista de la producción
serial.
Pero retomando a Nobert Elias, éste, inspirándose
en Sigmund Freud, define el proceso de civilización como el «autocontrol
de las pulsiones». Podríamos decir también que Auschwitz supone ese
tipo de autocontrol de las pulsiones, porque los campos de exterminio no
son la expresión de la erupción volcánica de la violencia, no son una
violencia que supone el odio como motor, no son una erupción de
fanatismo.
Son una violencia fría, planificada, una violencia,
racional que precisamente supone ese tipo de autocontrol. El
autocontrol de las pulsiones y la racionalidad administrativa moderna
tienen un corolario que es la «desresponsabilización ética de los
actores sociales». ¿Qué significa eso? Que el exterminio industrial
totalitario es una violencia organizada y fragmentada en un conjunto de
acciones que en sí mismas no son particularmente mortíferas. El ejemplo
que siempre ponen los historiadores es el del responsable de una
estación de ferrocarril. Su tarea sólo consiste en permitir a los trenes
circular, y él no se pregunta si en ellos se transportan mercancías,
armas, soldados, deportados, judíos, etc. Pero el trabajo de este
responsable de una estación puede ser fundamental para el funcionamiento
del mecanismo del genocidio en su conjunto. Cierto que el responsable
no es criminal, y también puede ser alguien que ni siquiera haya tomado
conciencia de las consecuencias de las acciones parciales que él cumplía
y que participaban de un proceso criminal en su conjunto. Ése es el
mecanismo de la desresponsabilización ética de los actores sociales en
una sociedad en que no se pide a un funcionario tener una alta
conciencia ética, sino tener competencia y hacer su trabajo de manera
racional, eficaz e inteligente. La consecuencia de eso fue lo que Hannah
Arendt llamó la «banalidad del mal», un mal que puede ser monstruoso
pero que está hecho por individuos que son muy banales, que son gente
normal que nunca tomó conciencia de sus actos. Éste sería, pues, otro de
los rasgos del proceso de civilización.La conclusión a la que
llegaríamos, tomando también en consideración las críticas eventuales de
Josep Ramoneda, es que todo esto no significa evacuar el problema de la
responsabilidad histórica y de la culpa, porque sería demasiado fácil
decir «bueno, la culpa es del proceso civilizatorio en su conjunto,
entonces todos somos responsables y nadie es culpable». Josep Ramoneda
formula que si todos somos culpables, los hay que lo son más que otros.
Ciertamente, este problema de la culpa, que ya fue planteado por Karl
Jaspers al final de la Segunda Guerra Mundial, y su distinción muy
atenta entre diferentes grados de culpabilidad, parece ser muy actual y
pertinente hoy en día.
Pero, si tras todo este tipo de reflexiones
llegamos a la conclusión de que las violencias totalitarias del siglo XX
fueron posibles porque están inscritas en el proceso de civilización,
ello plantea un problema de responsabilidad histórica que concierne a
toda la sociedad. No podríamos ser ciudadanos -en el sentido más noble
de la palabra-, sin ser portadores de la memoria de este siglo y sin ser
conscientes de la parte de responsabilidad histórica que nos concierne
como europeos que vivimos en un continente con un pasado así. Ésta es
una conclusión importante y una condición básica para pensar, no ya todo
un proyecto de emancipación, una utopía de otro mundo, sino una
democracia en la Europa de hoy.
Para terminar, quizá una de las herencias de las
violencias del siglo XX sea que no podemos pensar la democracia como lo
hacen algunos teóricos, filósofos y políticos, de manera
«deshistorizada». Por supuesto, la democracia es un conjunto de normas,
tal como la definió Hans Kelsen en los años veinte y treinta. Por
supuesto, las democracias tienen sus reglas, aquello que Norberto Bobbio
denominaba le regole del gioco ('las reglas del juego'), y una
democracia sin reglas no puede funcionar. Pero la democracia es mucho
más que un conjunto de normas: es un producto histórico y, concretamente
en Europa, la democracia es el producto de luchas contra regímenes que
la destruyeron y que desembocaron a veces en violencias y genocidios de
una dimensión muy amplia. Entonces, pensar la democracia como una
democracia ciega, amnésica, sin memoria, sería pensar en una democracia
muy débil, muy frágil ante las amenazas que existen hoy, y sería un lujo
que países como España, que conoció el franquismo, Italia, que conoció
el fascismo, o Alemania, que conoció el nazismo, no deben permitirse.
Por tanto, en nuestra concepción de la democracia deberemos siempre
incorporar esta memoria histórica de las violencias del siglo XX.
Bibliografía citada
ADORNO, THEODOR W., «Erziehung nach Auschwitz» en Gesammelte
Schriften in zwanzig Bänden, Rofk Tiedemann X/2, Frankfurt 1977, p.
674-690.
HOBSBAWM, ERIC, Historia del siglo XX. 1914-1991, Crítica, Barcelona 2000.
LUKÁCS, GYÖRGY, El asalto a la razón: la trayectoria del irracionalismo desde Schelling, Grijalbo, Barcelona 1975.
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